A PROPÓSITO DE:



LUGUI 94
EL PINTOR OFICIANTE
Por: Sergio Gareca


Entre los rebeldes que admiro está Ricardo Romero Flores, más conocido como Lugui 94. Este año, después de mucho, nos regala con motivo del Festival De Solsticio De Invierno, organizado por la Universidad Técnica de Oruro, una muestra consecuente con él mismo, tan luchadora y viva, tan ceremonial y, aún en tiempos de discurso y revuelta, tan necesaria.
Desde una panorámica de Chusaqeri, el limpio horizonte de Oruro hacia el sur es una constante en los cuadros de Lugui, así como la fuerza elemental de la Tierra que asciende a nuestra comprensión a través de la incineración, como en la Qowa ritual. Cada cuadro es una “mesa”, no creo una invocación, sino una provocación de fuego, al que se ofrecen los misterios, elementos especiales, que el pintor oficiante conoce y ofrece entre hojas de coca y sahumerio. Cada cuadro es nomás el amuki de comunión con la tierra, un silencio detenido en el incendio.
Subidos en pájaro azul,  chofer y ayudante conocidos, mal que bien,  marchamos, apretujados pero juntos a un mismo destino. La calma es aportada por los caciques espectrales que entonan jula julas. El hombre cóndor levanta un ala para saludarnos. Una fugaz bicicleta osa cruzar el lago y la pelota rural atraviesa el arco y es el gol que hemos esperado tanto. Al final todos quedamos tan contentos como chola en columpio y no hay más que decir. Pasen, porque aún hay tiempo, por la casa Patiño y unámonos a la ceremonia permanente. Jallalla Lugui 94.

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RICARDO ROMERO O LAS FORMAS DE LA VISION
 Por Edwin Guzmán Ortiz
 

El arte que viene del ojo es para el ojo y sus encarnaciones - diría para empezar- después de haber realizado un barrido de la obra plástica y fotográfica del artista orureño, Ricardo Romero Flores.

Ella, plasmada a través del óleo y la fotografía númérica –e-fotografía- apuesta a la revelación de un universo entrañable como trascendente: los Andes, sus seres y sus aconteceres. Haciendo abstracción de lo urbano, el fondo que sustenta la obra de Ricardo es el altiplano, para desafiarse a “desocultar” –como diría Heidegger, un cúmulo de presencias recuperadas a fuer de pasión, y a través del ojo detrás del ojo que escruta vorazmente la piel del artista.

Las pinturas se mueven básicamente en la coordenada altiplano-personajes. La altipampa con su monumental gravedad, su horizonte inviolado, con esa presencia solemne e inmemorial soporta presencias que se yerguen con pesada levedad, siendo ella un personaje más en la tesitura de los lienzos.

Los seres recuperados por el pincel: jula-julas, músicos andinos, diablos, morenos, la propia Mama Pacha, asemejan exhalaciones de la tierra, apariciones súbitas que contrastan con la fijeza de la pampa. Si el altiplano se perfila desde la concreción, estos personajes toman la atmósfera apoderándose de las comarcas del aire,  dibujándose desde el viento; así, constituyen aspersiones monumentales que pregnan el espacio de signos, trascendencia  y presagios.

Torbellinos de coca, tejidos atomizados, pedazos de arcilla, burbujas danzan en torno a los cuerpos cuya presencia monta un ritual subversivo. En efecto, los óleos de Ricardo Romero no invitan al recogimiento, sino a mirar lo andino desde la pasión y desde una conciencia dolorosa que –metonimicamente- se infiere por la implosión y la fuerza de sus imágenes.  Ya sea el poder transgresivo de la fiesta, ya sean los jula-julas que se alzan imponentes sobre la pampa, o las tropas de diablos que queman con su paso al silencio y la quietud, algo se insinúa, algo que nos invita a mirar la cultura y sus meandros con lucidez, desde una historia, y más allá de ese romanticismo folklórico ingenuo que pulula  en no pocos imaginarios plásticos.

Por su parte, la obra fotográfica del artista, centrada sobretodo en el Carnaval de Oruro , presenta personajes de esta festividad andina mediante el recurso de la inducción digital.  Mas, la característica de estos daguerrotipos es que son im/pregnados por la matriz plástica, y de este modo también se funden a ese universo de flujos, contrastes cromáticos y tramado simbólico de los lienzos, pero con mayor concentración figurativa.  De este modo el carnaval, más que simplemente representado es expresado a través del insight tecnológico, dejando incólume el discurso artístico que lo profiere. 

Las fotografías se hallan bajo la misma atmósfera creativa de su obra pictórica y, de este modo, prolongan a partir de su propio lenguaje ese homenaje a Oruro, los Andes, la fiesta,  y a todos esos seres que viven en la retina y la memoria espiritual de Ricardo.

La obra de Ricardo Romero Flores (LUGUI 94) nos convoca a mirar con otros ojos aquello que nos rodea y  habita. Aquello que todavía nos ayuda a reconocer nuestro rostro en medio de los vientos y las tramoyas de la historia. 
 

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 EL BULÍN DE LA CALLE JUNIN
Por: Edwin Guzmán




De la noche a la mañana, como un acto sorpresivo de posesión, Ricardo Romero Flores apareció pintando. Los posters que tenía en su cuarto fueron cayendo como hojas secas y en su lugar brotaron cuadros que pintaba con febril intensidad.

Bregaba en medio de la experimentación y el deseo de plasmar sus temas con una visión distinta. Su taller -el famoso bulín de la calle Junín- fue un generoso espacio en el que convergieron artistas y las tertulias de viernes aquellos fragorosos 70 y 80 de fin de siècle; una bohemia de poncho y matraca atacaba la sordidez cotidiana para instaurar un espacio autárquico a través del discurso libertario del arte.

Para Ricardo -autobautizado como Lugui 94- la creación no estaba divorciada de la convicción por la construcción de un país más justo y solidario, un país respetuoso de su tradición cultural. Por ello, en su pintura reconcentró símbolos y trazos de la cultura andina: Esferas levitantes en medio de tempestades de coca e íconos que insinuaban seres míticos. Pintaba implosiones, el fantasma del viento agitándose entre fragmentos de tejido, pedazos de cerámica sembrada en el cuerpo del aire, pintaba desgarramientos y heridas, y la exhalación de los dioses sobre la piel de la Pachamama. Una suerte de meta-historia de las cosmovisiones y su desplazamiento por el espacio, más que por el tiempo.

Su grito de guerra "Y que viva la locura, carajo…" se escuchó en todo el país y las provincias del país y las comarcas, se escuchó también en la vieja Europa, donde vivió más de una década realizando numerosas exposiciones, y donde trabajó el género de la fotografía artística y publicó junto a su hermanos un lujoso álbum con fotografías y textos sobre el Carnaval de Oruro.

Conocedor de esa diversidad festiva que ostenta el país, tenía el vicio de visitar y participar en toda fiesta popular, del Norte al Sur y de Este al Oeste del país. A fines de 1970, recuerdo, decidí personalmente visitar una fiesta en Entre Ríos – el Chaco boliviano, cuando en medio de la algarabía y la música, escuché al fondo la estentórea voz de Lugui proclamando "Y que viva la locura, carajo…" Mi radar hizo lo que debía hacer, y de pronto nos vimos al centro de la fiesta tocando con las manos el sol de la dicha.

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